La constitución ya lo dijo. Solo falta que nos lo creamos.

Recién se discute en México si un ministro indígena puede usar su traje de gala en la Suprema Corte en lugar de la toga negra de siempre.
Para muchas personas, eso suena como una ruptura del protocolo. Pero en realidad, es una forma distinta —y plenamente legítima— de encarnar el mismo principio: la dignidad del cargo.
La toga representa poder, sí, pero desde una tradición muy específica: la romana, la occidental, la eurocentrada.
En muchas comunidades indígenas, la vestimenta ceremonial también representa poder, respeto, autoridad. No es “solo un traje típico”; es investidura. Tiene estructura, reglas, historia. Con la pequeña salvedad de que no viene de Roma.
Y no solo eso: al igual que la toga, implica un acto simbólico de transformación. Al portar su atuendo ceremonial, muchas autoridades indígenas no se muestran a título personal, sino que encarnan una responsabilidad colectiva. Se visten no para sí, sino para hablar por su comunidad.
Así que cuando un ministro indígena se presente —ojalá pronto, y sin necesidad de usar el subjuntivo— con su traje ceremonial, no solo estará ejerciendo un derecho constitucional (artículo 2º: identidad cultural, instituciones propias, símbolos colectivos).
Estará traduciendo el simbolismo de la toga a su propio marco cultural — que también es el de millones de personas históricamente invisibilizadas.
Y no es menos por eso.
La toga, dicen, borra señales externas de clase, ideología o cultura, dejando que hable solo el Derecho. Pero esa “neutralidad” es solo aparente: no borra las diferencias, las sustituye por una estética dominante que se ha vuelto norma. Establece una única forma de solemnidad como si fuera universal. Y eso no es neutralidad: es una lectura excluyente del símbolo.
En cambio, permitir que coexistan distintos códigos de solemnidad —como la vestimenta indígena— no impone una estética sobre otra, sino que amplía el marco simbólico de nuestras instituciones. Reconoce que existen otras formas legítimas de representar la justicia sin jerarquías impuestas.
A quienes temen que una persona históricamente discriminada no pueda ser imparcial, conviene recordar esto: la experiencia de exclusión no incapacita a nadie para ejercer la justicia —más bien, afina la sensibilidad hacia ella. Ser parte de un grupo marginado no convierte a alguien en vengativo. Al contrario: muchas veces otorga una conciencia más profunda de lo que implica actuar con equidad, precisamente porque se ha vivido en carne propia lo contrario.
Nuevamente, la cuestión no es legal. Ese derecho ya está en la Constitución… pero aún se percibe como decorativo, simbólico o “bonito” — algo que suena bien, pero no se aplica en la vida real.
La pluralidad rara vez aparece en el imaginario colectivo mexicano cuando se habla de lo indígena en relación con lo institucional. Y quizá ahí está el verdadero reto: no está en dejar pasar un traje al estrado, sino en aceptar que la solemnidad no es monopolio de una sola tradición. Que hay otras formas de vestir el poder con el mismo peso simbólico, aunque con raíces distintas.
Porque sí: el poder también se puede vestir de otra forma.
No se trata de quitarle valor a la toga, sino de reconocer que no es la única forma de vestir la justicia.
Lo importante no es el color de la tela, sino el significado que carga… y a quién(es) representa.
¿Qué es lo que realmente nos incomoda: que el poder cambie de visual… o que empiece a incluir a quienes nunca lo han vestido?
Obras consultadas
- Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos
- Pluralismo Jurídico. Protocolo para Juzgar con Perspectiva Intercultural: Personas, Pueblos y Comunidades Indígenas. Suprema Corte de Justicia de la Nación.
- Que los magistrados de la Suprema Corte de Justicia usen la toga. Archivos Jurídicas UNAM.
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