Ver el agua es hacernos cargo

A veces cuesta ver el sistema en el que vivimos. Es como el agua para los peces*: está en todas partes, es invisible, y tan normal que ni siquiera la notamos. Así funciona también el machismo: lo respiramos desde que nacemos, lo replicamos sin querer y, a veces, incluso lo celebramos envuelto en palabras bonitas regalándole una plancha a mamá el Día de la Madre, o dando flores el Día de la Mujer por "ser luchona, tan capaz y fuerte haciéndose cargo de la casa y de todos sus seres queridos... sin dejar de sonreír", o lo promovemos con una voz dulce como el Chicharito, "porque lo único que queremos es verlas felices".

Esta reflexión (todavía no tan matizada en aquel entonces) nació en una clase donde leímos algunos textos de literatura feminista. No soy experto, y quien me conoce sabe que en la universidad en EE.UU. me la pasé dormido en un par de clases (cine y literatura universal) porque tenía que trabajar de noche limpiando oficinas. Pero algo se me pegó. Y ese “algo” volvió cuando empecé a reflexionar sobre el mar en el que nadamos a diario como peces en automático, y en las exigencias silenciosas que el sistema nos impone también a los hombres: cómo debemos hablar, qué debemos (no) sentir, qué no podemos mostrar. Porque muy independientemente de los beneficios que nos da ese sistema a los hombres, el machismo no solo oprime a las mujeres; también nos disciplina a nosotros para que encajemos en una versión única y estrecha de masculinidad.

No pretendo tomar la voz de las mujeres ni ocupar un espacio que no me corresponde. Solo comparto esta reflexión desde mi lugar como alguien que está aprendiendo, escuchando y reconociendo su parte en todo esto:

Mucha gente cree que el feminismo es lo mismo que el machismo, solo al revés: si el machismo afirma que los hombres somos superiores, entonces el feminismo—según esa lógica—buscaría que lo sean las mujeres. Pero esa es una falsa equivalencia. El feminismo no pretende cambiar quién domina, sino que nadie lo haga. Su meta no es favorecer a un grupo, sino construir una sociedad más justa para todas las personas, sin importar su género.

A diferencia del machismo, que impone una narrativa única—la que más "nos conviene" a los hombres—, el feminismo defiende que las mujeres puedan elegir su propio camino. No busca imponer cómo debe ser una mujer, sino que cada una decida por sí misma. Incluso si su elección es cuidar de su familia o apoyar a su pareja, siempre que sea desde la libertad y no desde la expectativa social. El punto no es qué hace una mujer, sino que lo haga porque quiere, no porque se le exige, o porque se le exhorte a "encarnar su energía femenina" de una forma muy bonita y armónica que "no ofende a nadie".

Y cambiando la lente hacia nosotros, lo curioso es que, cuando empezamos a perder ciertos privilegios que teníamos sin notarlo—como que nuestra opinión se escuche con más peso solo por venir de un hombre—muchas veces lo vivimos como si nos quitaran derechos. Pero no es así. Lo que pasa es que, cuando uno ha vivido toda la vida con el micrófono en la mano, que lo pasen a otras voces se siente como si nos lo arrebataran.

Que una mujer alce la voz no significa que quiera imponerse sobre los demás, sino que ya no está dispuesta a ser ignorada. Que existan cuotas de género no es excluirnos a los hombres, sino corregir desigualdades históricas. Que se reconozca la identidad de una persona trans o no binaria no nos quita nada: es simplemente un acto de respeto.

Y vale la pena decirlo con claridad: muchas cosas que algunos hombres sienten como injustas—como perder la custodia de un hijo o hija, recibir burlas al sufrir violencia física por parte de una pareja, o ser juzgados por no querer ser los únicos proveedores—también son efectos del machismo. Porque el machismo no solo nos otorga privilegios; también impone condiciones. Nos exige ser fuertes, invulnerables, proveedores a toda costa, ajenos al cuidado y al afecto. Y nos castiga cuando no cumplimos con ese guion.

Y lo más complejo es que ese sistema no es sostenido solo por hombres. También se reproduce por mujeres, hombres gay, mujeres lesbianas, personas trans y no binarias. Lo replicamos—casi sin darnos cuenta—todas las personas que crecimos dentro de él tan naturalmente.

Por eso el feminismo es tan necesario: porque nos invita a percibir el agua, a mirar con honestidad todo lo que se nos ha ido pegando con los años—roles rígidos, miedos, expectativas, silencios—como los percebes que se le pegan a una tortuga en su caparazón y le impiden nadar. Nos invita a desprendernos de lo que nos pesa. Y a imaginar, por fin, cómo sería moverse en el mundo con ligereza. Como una tortuga que recupera el movimiento. Como un pez que, por primera vez, se da cuenta de qué es el agua.

*La metáfora del pez y el agua proviene del discurso “This is Water”, de David Foster Wallace.

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