Entre el habla viva y las jerarquías

La gramática, en su forma más orgánica, no nació en una cátedra ni en una academia, sino en la boca del pueblo. Pero lo que hoy se enseña como “la gramática correcta” no es fruto del consenso, sino de decisiones tomadas por una minoría con poder, tiempo libre y afán de imponer o mantener un orden social.

Quienes fijaron las reglas—desde gramáticos del Renacimiento a academias modernas influenciados por el griego Dionisio Tracio—no eran campesinos, ni comerciantes, ni amas de casa, sino varones letrados con acceso a textos, tutores privados y círculos ilustrados donde se filosofaba sobre el idioma y otros temas. Ellos determinaron, por ejemplo, que lo “correcto” era compraba y no comprava aunque ambas coexistieran en la Edad Media; no porque así hablara la mayoría, sino porque comparābam, su equivalente latino con b, les sonaba más “puro”. Así, formas populares como dotor, dino o eclise fueron expulsadas del “buen decir”, aunque reinaran en el castellano durante siglos.

Esta imposición suele vestirse de “lógica gramatical” o “pureza del idioma”, pero es poder simbólico puro: una batalla silenciosa entre lo que se dice de forma natural y lo que debe decirse.

Ya lo decía Bourdieu—el lenguaje no solo transmite ideas: también jerarquiza. Quienes tienen el poder de definir qué se considera “hablar bien”—ya sean académicos, gobiernos o instituciones lingüísticas—también determinan quién tiene acceso al prestigio, al reconocimiento social y, muchas veces, a oportunidades concretas. Las normas gramaticales no son solo reglas del idioma: son herramientas de distinción y control simbólico.

Aun así, la lengua sigue su curso desde dentro. Algunas formas se abren paso sin permiso, sin pasar por imprentas ni cátedras, y terminan volviéndose indispensables. A ese proceso se le llama gramaticalización: cuando una palabra con significado pleno se desgasta con el tiempo por el uso y se convierte en un elemento gramatical.

Rápidamente, por ejemplo, viene de rápido + mente, esta última con el antiguo sentido de “modo de pensar”. Con el tiempo, mente perdió contenido y quedó como sufijo marcador de adverbios. Lo mismo ocurrió en inglés con -ly, que viene de like y significaba cuerpo en protogermánico. Antes se decía man-like, tree-like, pero la repetición erosionó la forma hasta reducirla a -lic y luego -ly, que hoy usamos en quickly, softly, badly, sin pensar que alguna vez fue una palabra independiente. En francés, algo similar ocurrió con el adverbio de negación pas (originalmente “paso”, como en “no dar un paso”): al repetirse junto a ne en estructuras negativas, pas terminó reemplazando al propio ne en todo contexto, no solo donde hubiera desplazamiento físico, hasta volverse el marcador principal de negación por defecto en francés oral.

En portugués brasileño, algo similar sucede con el adverbio ("ahí"), que ya no solo indica lugar, sino también tiempo, consecuencia o cambio discursivo. En frases como aí ele saiu correndo (“y que sale corriendo”), funciona como marcador narrativo, sin referencia espacial alguna.

Este tipo de evolución no es ajeno al español. También tenemos casos en los que un adverbio de lugar terminó fusionándose con un verbo auxiliar, dando origen a formas que hoy consideramos normales, pero que surgieron de estructuras compuestas: hoy usamos “hay” como forma impersonal para señalar existencia (“hay fiesta”), pero originalmente era la combinación ha (de haber) con y (forma antigua de “ahí” o “en este lugar”). Es decir, “ha [algo] ahí”, tal como en francés moderno "il y a". Con el tiempo, esta expresión se fundió en español y se reinterpretó como una forma especial del verbo, desplazando por completo su origen espacial.

Lo mismo pasa con los tiempos verbales. En catalán, va arribar significa “llegó”, aunque parezca una estructura de futuro. Originalmente, fue la perífrasis anar a arribar (“ir a llegar”), pero el uso la recicló para narrar el pasado: así nació el pasado perifrástico. En español tenemos el futuro histórico (“Colón llegará a América en 1492”), donde llegará, en apariencia futuro, refuerza un sentido más dramático del pasado. Ese llegará proviene de llegar + ha (~ ha de llegar), una fusión que se solidificó en varios idiomas romance. En inglés se teoriza que ocurrió algo similar: el auxiliar did se integró al verbo y dio origen al sufijo -ed: talk + didtalked.

La historia es cíclica: lo que comienza como expresión perifrástica, circunstancial o enfática, termina convertida en regla. No por decreto, sino porque la lengua, a fuerza de repetirse, forja su propia gramática.

Pero no lo olvidemos: la gramática también es ideología. Decide quién “habla y escribe bien” y quién “habla y escribe mal”, quién es confiable y quién provoca risas por decir haiga o ansina —formas legítimas durante generaciones en castellano normativo, aún vigentes en el español rural y en el judeoespañol. La norma gramatical puede tender puentes… pero también levantar muros.

En resumen, la gramática no es un conjunto neutro de reglas, sino una negociación constante—y profundamente desigual—entre el habla popular y las instituciones de poder. A veces gana la academia; muchas otras, el pueblo se sale con las suyas a pesar de la academia. Pero muchos de los adverbios, tiempos verbales y sufijos que hoy consideramos incuestionables… alguna vez también fueron "errores", invenciones o "barbarismos". Como ocurre hoy con frases como ocupo que me prestes 500 pesos, que siguen siendo objeto de burla o descalificación pese a su uso cotidiano y correcto en determinadas áreas geográficas, según, incluso, la RAE. Porque toda regla, antes de ser norma, fue anomalía. Si no fuera así, aún hablaríamos, no latín… sino protoindoeuropeo.

 

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